martes, 24 de mayo de 2011

ENSAYO DE ALFREDO PAREJA DIEZCANSECO- "HOGUERA BARBARA"

ALFREDO PAREJA DIEZCANSECO (1908 - 1993).
Tema: Hoguera Barbara
Biografía:




Nació en Guayaquil. En la misma ciudad recibió su educación, que no abarcó el ciclo universitario porque imprevistas circunstancias familiares de orden económico le obligaron a buscar sus propios medios de sostenimiento. Personalidad activa, Pareja fue grumete de barco, hombre de negocios, fundador de un diario, representante diplomático en naciones hispanoamericanas.
Lo raro es que, en medio de unas labores tan ajenas a la atmósfera de la creación literaria, haya escrito abundantemente, y en varios géneros. Lo ha hecho, en efecto, en el campo de la novela, de la historia y la biografía, del ensayo crítico y del periodismo. Sus trabajos han dejado apreciar una firme vocación intelectual: los novelísticos, sobre todo.                    
Alfredo Pareja inició su ejercicio en los comienzos mismos de su juventud. En 1929 publicó "La casa de los locos". En 1930 "La señorita Ecuador". En 1931, "Río arriba". Estas tres novelas, a pesar de las inseguridades de un talento aún falto de maduración, consiguieron mostrar una promisoria habilidad para trenzar los episodios y una innata certeza para captar los cambiantes juegos espirituales de sus gentes. La prueba de sus mejores dones para la novela se ofreció poco después en "El muelle", que apareció en 1933. Y la siguió, con atributos similares, en 1944, la obra titulada "Las tres ratas". Tuvo ella mucho éxito. Aun fue llevaba al cine por un grupo de conocidos artistas argentinos. Es, sin duda, la novela más amada de Pareja. El despliegue de sus episodios es bastante amplio, pero estos no se desconectan del eje que les sostiene, para asegurar su estructura novelesca. Todo se desarrolla en el marco urbano, y con preferencia en el suburbio de Guayaquil...                                                             
El ciclo en que se narra toda una época de aproximadamente tres décadas está formado por las siguientes obras: "La advertencia", "El aire y los recuerdos" y "Los poderes omnímodos", que han sido agavilladas con el título global de "Los nuevos años". A dicha trilogía vino a sumarse, en 1970, "Las pequeñas estaturas", que es la novela más reciente de Alfredo Pareja, y desde luego la que más se ajusta a los cambios drásticos de la narración hispanoamericana contemporánea. Su propósito le vincula evidentemente a la anterior trilogía, pero no su técnica ni su estilo. El mismo autor lo advierte: "Este libro, aunque de forma y construcción diversas, es, a su manera, complemento o consecuencia de tres novelas anteriores, partes independientes del ciclo "Los nuevos años". "Las pequeñas estaturas" se incorpora a la nueva corriente novelística.                                                  
La elaboración de esta extraña narración es el fruto de una cultura bien alquitarada, de una asimilación esforzada de los elementos menos rutinarios de la creación novelesca, de una singular aptitud para las digresiones de tipo filosófico, de un impulso de cambio en el juego de las escenas, en la caracterización de los personajes, en la composición de los diálogos y de las largas y expresivas reflexiones monologadas; pero también es la consecuencia de una posesión sutil del idioma...                 
                                                                                                                          
     


ARGUMENTO:
Leer y redactar la vida de Eloy Alfaro vale tanto casi como escribir la historia de la República del Ecuador, a partir de su separación de la Gran Colombia de Bolívar. No he pretendido esto, que será afán de otras tareas. He querido presentar a un hombre, pero su retrato de gran americano se individualiza en los primeros planos de un paisaje histórico de muchos años, y se reafirma entre las innúmeras figuras de un coro trágico.
Ningún hombre, después del Libertador, se empeñó tanto y de manera así de tenaz, como se empeñara Alfaro por conseguir no sólo la reconstrucción de la Gran Colombia, sino la perdurable solidaridad americana. Uno de los pocos americanos de creación, le llamó José Martí.
Toda la historia de mi país es una historia de dolor.  
Hoguera de pasiones, y no de las peores, por crear un homogéneo espíritu nacional, siempre quebrándose a causa de pecados originales y de las geografías opuestas, no conciliadas por una economía suficientemente desenvuelta.
No es, pues, debido sólo a la terrible muerte que Alfaro y algunos de sus tenientes recibieran que he llamado a este libro La Hoguera Bárbara. Hoguera fue por ancho tiempo toda la Patria, bárbaramente encendida en luchas fratricidas.
La perspectiva histórica para esta vida es corta, lo sé.
Pero, a más de que el tiempo en estos países tiene otra medida, procuro, con el ejemplo de una vida extraordinaria, servir a los intereses nacionales de hoy, y también, un tanto, al devenir de los pueblos americanos.
Una historia sin pasión deja de serla. La imparcialidad se procura, pero no se alcanza. Hago esta confesión porque es necesaria. Y porque todo el libro está inflamado, como yo mismo me inflamara al conocer la vida del caudillo.
He querido ser austero, he pretendido que la sobriedad no pierda ventajas frente a los hechos, pero son éstos de tan tremenda naturaleza, que sólo con narrarlos se corre peligros.
Cerca de cinco años he gastado buscando en papeles y documentos todo indicio de verdad. Me han servido los relatos a viva voz, me han sido útiles –y mucho– los ataques y las injurias que el viejo luchador padeciera durante su vida. Ya se sabe que cuando el hombre escribe, entrega un pensamiento elaborado y, por lo mismo, alejado acaso de lo cierto. Si esto no siempre resulta verdadero entonces hay que perseguir el estado de ánimo del protagonista del momento. Pero si el documento es oficial, harto difícil, si no imposible, es aprehender la verdad. El desorden bibliográfico de nuestra historia, por otra parte, no me ha impedido leer hasta los folletos perdidos en las bibliotecas particulares. Y si no he desdeñado la lectura de los documentos oficiales, más que nada fueron los privados que me proporcionaron la fuente inédita y sabrosa.
Cientos de cartas de puño y letra de Alfaro han pasado por mis manos. Cartas de amigos y de enemigos, que obtenía él con singular maña, he estudiado.. 

Y hasta los telegramas de felicitación personal, han sido abiertos en mi mesa de trabajo, noche a noche. Pude vencer así las contradicciones de la información interesada, la obscuridad de los relatos, las mutilaciones oficiales. Una confianza que no sé cómo agradecer se me hizo al entregarme miles de aquellos viejos papeles familiares. Me sobraría retórica de circunstancias para dar las gracias, pero no sería leal, como tampoco lo seria que la gratitud corriera por el libro silenciando cosas que no debían callarse o aumentando el volumen de la grandeza. Consigno sólo los nombres de esas personas generosas: Esmeralda Alfaro y su esposo, Jerónimo Avilés Aguirre, que ya murieron sin que yo alcanzara a darles este libro; América Alfaro, que me dio cuanto tuvo en sus manos, auténtica maravilla de la historia de aquel viejo sentimental y heroico; Colombia Alfaro de Huerta; Colón Eloy Alfaro; Carlos Cevallos Zambrano; el doctor Carlos Rolando, director de la Biblioteca de Autores Nacionales; el doctor Manuel Tama; el doctor
Alberto Hidalgo Gamarra; Darío Egas, y tantos otros...
Y el pueblo con su grito de ¡viva Alfaro!, en las cantinas del suburbio, que aún perdura en las noches calientes de Guayaquil. Y aquellos viejitos del noventa y cinco, que en la puerta de sus casas tienen, como una imagen sagrada, el retrato de don Eloy. Mensaje de la tierra quiere ser este libro. La vida de Alfaro y la vida de mi tierra no hacen más que una sola gran novela.
Guayaquil, septiembre de 1943.
                                                         
Introducción:
La vida del viejo luchador “Eloy Alfaro” da tanta importancia para nuestro país el Ecuador, como para su gente, el saber “querer y poder” alcanzar todos nuestros objetivos planteados.
Alfaro un ciudadano en toda la expresión de la palabra, cuyo pensamiento era luchar por la libertad y la igualdad de los pueblos, un líder de la revolución liberal ecuatoriana, quien marcaría por siempre la historia del Ecuador.

Desarrollo:

Montecristi:

Hacia arriba y hacia abajo, por las ondulaciones amarillas, secas, el cuerpo echado adelante por el esfuerzo de tirar del barril de agua, o  corriendo a un lado para no ser atropellados en las bajadas, los aguadores se acercaban al pueblo antes de que las primeras luces del amanecer descubrieran el secreto de los tejedores de sombreros. El viento traía, envolviéndolo en largas ondas un fuerte y alegre olor de sal. Y el mar, a pesar de no escucharse a esa distancia, presentíase rompiendo altos tumbos contra la playa inmensa y solitaria.                                     

Meses enteros requería dar fin a los mejores, aquéllos tan suaves y ligeros como un pañuelo de seda y que pagaban a buen precio a bordo de las goletas que, de tarde en tarde, largaban anclas frente a la playa de Manta.                             

Llamábase Manuel Alfaro, capitán de guerrillas en la Península, donde, llena su cabeza con el romanticismo liberal de la época, había sido de los sublevados contra el absolutismo de Fernando VII. En sus andanzas por varias latitudes, encontró por Centro América con los famosos sombreros de paja toquilla, y cuando supo que se hacían en el Ecuador, decidió ir al recién nacido país para dedicarse a la explotación de un negocio que le proporcionara la 
paz con la que podría olvidar el gasto de su ilusión juvenil en las faenas libradas por la causa de la libertad.

El trópico no le era hostil en aquel paisaje refrescado por el aire del mar y envuelto en una sequedad, si no tan hermosa, menos dura que el húmedo calor de las regiones verdes. 
El paisaje humano tampoco le agredió: las gentes vivían aún bajo la influencia de la primera constitución política, que declaraba como uno de los deberes de los ecuatorianos “ser moderados y hospitalarios”.

En Montecristi, otra vez, el tiempo pareciole detenido, empero, nada le era más grato ni se conformaba mejor a La hoguera bárbara su naturaleza, que el paisaje sobrio, los árboles enanos y secos del verano o la lluvia triste y verde del invierno. 
Junto al paisaje, el diálogo de los cholos marineros, la voz refranera de los campesinos desconfiados y el alma de una tierra que perdió su historia entre la bruma de una leyenda hermosa y rara y que él creía encontrar en el lenguaje mudo de las noches iluminadas apenas por la incierta y taciturna luz de los faroles.     

La primera insurgencia:                             


Aquel día de San Pedro y San Pablo, ni los tejedores de sombreros ni los cogedores de tagua se habían preocupado de sus labores. Los tagüeros vinieron de la montaña la noche anterior y los moradores de la pequeña ciudad, desde muy temprano no tuvieron otro menester que el de preparar bebidas y dulces para la fiesta. Al romper el alba, ya las mujeres daban los últimos toques a las cintas para los premios a los jinetes o la puntada final a los banderines tricolores que colgarían más tarde de las ventanas. Por el camino del mar,   venían a buen paso los pescadores, esperanzados en llegar antes de que el sol les hiciera fatigosa la marcha. Ya en la mitad del verano, la sequía terminaba con los restos verdes que el invierno hiciera brotar de súbito y como por encantamiento a las primeras lluvias.

Por los caminos que venían de la montaña, Eloy y su hermano mayor, José Luis, bien montados, galopaban ya mediado el sol. Vestían alegres ponchos de hilo y cubrían las cabezas con grandes sombreros de paja blanca. Espola hoguera bárbara leaban los caballos porque temían llegar tarde para la fiesta, ocupados como habían estado en vigilar la cogida 
de la tagua para el cargamento que don Manuel debía embarcar desde el puerto de Manta. Hartos de calor, habían pasado el último día entre los cogedores: partían el fruto acalabazado para dar con las nueces, que luego colocaban rápidamente en la canasta que llevaban a la espalda, arrojándolas con la derecha hacia atrás. Bajo las pequeñas palmas de hojas redondas, muchas yacían esparcidas fuera de la fruta madre, como si un remezón tremendo hubiese sacudido el palmar entero. Y ambos hermanos, ahora, después de la tarea, retomaban a Montecristi para alcanzar los mejores momentos de la fiesta.   

Un chiste obsceno promovió una risa inmensa que se fue perdiendo hasta las últimas calles, como una pelota dando botes en las piedras. La banda seguía tocando paso dobles y aires marineros. Las banderas se agitaban al sol. Y pronto, reventaron los petardos y los torpedos estallaron entre las piernas de las mujeres, que saltaban cogiéndose las faldas y chillando con entrecortadas voces de miedo y alegría.
Hacia el mediodía, la procesión, después de haber circulado por todo el pueblo, retomó al centro de la plaza. 
Hizo el escrutinio: el Presidente Negro fue declarado electo, por el personero del Comité de los Festejos y la fiesta pareció volverse loca: echáronse a volar por encima de las cabezas los sombreros manabitas con cintillos tricolores; desde los balcones, llovieron serpentinas, flores y carcajadas; y las cometas tocaron un ataque marcial.          

El pueblo en armas:

En la capital de la República, los conservadores conspiraban y hacían intentonas para    sublevar el ejército. La crisis iba a estallar de un momento a otro, y los bandos políticos se aprestaban a no dejar perder la oportunidad. La gente vivía ahíta de Caamaño y del progresismo. Y todos, a una, señalaban la ineficacia de Cordero, cuya renuncia procuraban producir por cualquier camino que fuera.
Finalizaba 1894. Al principio, circuló la noticia, apagada, como un rumor distante, subterráneo, que iba creciendo de amenaza. La gente trasmitía el eco oscuro, como el anuncio de una catástrofe. En Guayaquil, sobre todo, la agitación ya no podía disimularse. Nadie se explicaba nada con exactitud: era como el súbito obscurecer de un día cargado de sorpresas. Hasta que la prensa liberal acusó.
Vivía en Chile, el general Ignacio de Veintemilla, el papá Ignacio de aquella inquietante Marietta de la batalla de Quito. Marietta poseía bienes en el Ecuador, heredados de su marido, Antonio Lapierre, fallecido a poco antes de casado, y hermano del humorista poeta de “El Perico”; por ello, hacía frecuentes viajes al país. No se había 
resignado a la derrota que sufriera cuando lució en el combate la frescura altanera de sus veinte años. Durante los once que habían transcurrido, el empeño de la revancha manteníalo como un tesoro bajo las siete llaves de su gracia. Papá Ignacio tiene que regresar, se repetía, así como regresaron otros, entre el aplauso reparador.    

El gobernador Caamaño de hecho quedó investido Alfredo Pareja D. de la facultad de proceder. Chile creyó conveniente que el buque saliera de un puerto ecuatoriano y se señaló la isla de San Cristóbal (Chatham), de las Galápagos. Allí recibiría la bandera del Ecuador y continuaría viaje para ser entregado al Japón. En tal estado lo convenido, el Congreso de Chile autorizó la venta en la suma de doscientas veinte mil libras. En tanto, el Gobierno ecuatoriano autorizaba al cónsul en Nueva York para que firmase el contrato con el Ministro de Japón. Caamaño saboreaba ya su fácil triunfo, prevalido además de las profundas simpatías que el pueblo ecuatoriano tenía para Chile. La fiesta nacional chilena se celebraba en el Ecuador como de casa, a toda pompa. En las calles, se gritaba, con fervor, ¡Viva Chile, mi... hermosa Patria! Todo lo chileno era amado con sangre. Caamaño estaba muy contento. Ansioso, como un mercader avaro, se frotaría las manos esperando la propina. Reiría del país, de Cordero, de los imbéciles compatriotas que todo lo ignoraban, de Cárdenas a quien había colocado en el Gabinete para guardar las apariencias de un Gobierno democrático... ¡Qué torpes eran los otros! El Ecuador le pertenecía.
Pero Solórzano no le enviaba el dinero y empezó a desconfiar. Lapierre, en tanto, había ofrecido a “El Tiempo”, diario del que era redactor, sus informaciones privadas. Y ya estaban llegando los cablegramas del extranjero que afirmaban que Chile había vendido al Ecuador un buque de guerra. La noticia se deslizaba, aseverando maliciosamente que el buque no llegaría nunca al país comprador... 
Al comenzar diciembre “El Diario de Avisos” se dirigió públicamente a Cordero, pidiéndole que calmara la ansiedad pública con una declaración categórica.

Conclusión:
Es una obra escrita con emoción vital, con lucidez absoluta y con una notable forma literaria. Esas tres virtudes se sumaron en la mente y la pluma de don Alfredo para construir este libro, que es, a la vez, la historia de la vida de Eloy Alfaro, la historia de todo el proceso de la revolución liberal y, como si todo esto fuera poco, también la historia del primer siglo republicano del Ecuador. Es que una biografía bien construida, como ésta, abarca no solo la vida del biografiado sino también la de su espacio vital, su sociedad y su tiempo.

Criterio Personal:       

Por su parte la historia en lo que cabe el tema de una revolución, cosa que este texto también no se puede limitar a contar los nombres, las fechas y las circunstancias del fenómeno, sino que reconstruye el tiempo y el espacio del suceso de sus hechos históricos, empezando desde sus causas originarias hasta sus efectos futuros, y también dibuja y colorea el mundo circundante, con las imágenes de amigos y enemigos, de activistas e indiferentes.

En la cual da una breve historia de lo que acontesía en ese instante, obviamente originan varios cambios dentro de una sociedad, bien dicha a futuro relatandose la vida diaria y el mundo o personas que nos rodean siendo buenos o siendo malos.

A continuación un video relacionado con el autor de la obra: 




Bibliografia:

- "Fuente: Galo René Pérez, Literatura del Ecuador 400 años –crítica y selecciones-, ediciones Abya-Yala, Quito-Ecuador, 2001."  


- http://www.comunidadandina.org/bda/docs/CAN-CA-0003.pdf


- http://www.youtube.com/watch?v=ssrJ28j9iEo



Creado por EDUARDO ANDRÉS ZURITA DELGADO.